sábado, 29 de julio de 2023

Cocina femenina

 Pedrito Sánchez, el poeta de Bagá, sostiene que hay que escuchar más a Ricard Camarena. Tiene razón. Aunque yo añadiría que también hay que escucharle atentamente a él.

En mi última visita a Jaén, más allá de lo mucho que hablan sus platos, Pedrito me dijo, como quien repite una obviedad, que había que hacer una cocina más femenina.

Recordé una charla con María Solivellas en la noche paciente de Caimari, amparados por la belleza presocrática de Ca Na Toneta. María, que regresaba de uno de esos congresos que sacralizan la gastronomía de la novedad y el espectáculo, me hizo ver la hegemonía de un mundo de testosterona gratuita en los menús inacabables e intensos que son como la medida de una virilidad absurda. Aquí tienes mis treinta platos. Yo más.

Es obvio que hablar de una cocina más femenina no es hablar de una cocina pensada y ejecutada necesariamente por mujeres. Es una mirada distinta.

El menú degustación infinito tiene mucho de exhibición impúdica, aristocrática, y exige una disciplina y una determinación militar para su perfecta ejecución.

No quiero poner en duda el concepto, que me sigue pareciendo el formato perfecto para expresar una idea de cocina, una autoría, un estilo, una obra, una narración. Pero sospecho que otra vez el magisterio de elBulli ha sido mal interpretado. Aquello nunca fue un restaurante, y en la sucesión interminable de maravillas que constituía su menú había mucho de catálogo de avances y logros para servir de inspiración a quien quisiera. Un laboratorio mostrando sus descubrimientos. Una exposición. Una antología. Una conferencia. La pasarela de la Semana de la Moda de París.

La cocina del exceso intenta satisfacer a un tipo determinado de comensal que podemos calificar como masculino, pero que no necesariamente tiene que ser un hombre (me estoy metiendo en simplificaciones sobre género de las que sólo puedo salir trasquilado). Todos somos ese comensal en algún momento. Es probable que la ansiedad por el hartazgo proceda de un hambre secular y transversal que constituye nuestra genealogía como seres humanos. Algo que apenas se ha resuelto recientemente y en una parte muy concreta del mundo.

Es, en realidad, una cocina maternal, fruto de la preocupación por la supervivencia de la prole. La cocina de los niños que crecen hermosos, la de los hombres que salen de madrugada a arar el campo o a descargar barcos en los muelles.

Del mismo modo que algunos humanos empezaron a filosofar cuando sus necesidades más perentorias estuvieron resueltas, hay una nueva manera de cocinar y de comer que tiene que ver con un hambre satisfecha que nos permite profundizar en lo que la gastronomía tiene de lenguaje, y por tanto de expresión de un pensamiento. En lo que acostumbramos a considerar inútil.

Es también el descubrimiento de un misterio que necesitamos resolver, aunque sepamos que no es posible. Mientras la cocina universal estuvo reglamentada y circunscrita no cupo la veleidad indagatoria. Las cosas eran como eran, y la religión de la gastronomía tenía sus dogmas y sus caminos. La herejía bulliniana mató a ese dios, regaló la libertad, y nos dejó desamparados frente al infinito. De ese asombro viene esta nueva mirada ingenua (la que se acerca a la génesis, al nacimiento).

Creo que hay una manera estrictamente femenina de intentar revelar el enigma del mundo. Victoria Cirlot en una entrevista reciente y magnífica insiste en la admiración de hombres notables de la Edad Media hacia determinadas mujeres, como Hildegard Von Bingen, que se autodefinía como “indocta” (quizá para no abrumar con su manifiesta superioridad intelectual). Frente a la cultura libresca, universitaria y en latín reservada a los hombres, ellas eran capaces de sentir de un modo natural y directo la presencia de lo sagrado en lo cotidiano: “Yo no sé nada, pero Dios me ha hablado”. Lo explicaban a través de sus revelaciones, de sus visiones, algo que hemos convenido en definir como misticismo y que, como la mayoría de las cosas en la vida, es posible entender, pero es muy difícil explicar.

A mí me parece que tiene que ver con una aproximación poética al misterio de la existencia, un intento de percibir en lo que nos rodea, desde la experiencia y la emoción, su belleza intrínseca, su carácter sagrado. También en una berenjena, por qué no. Pocas cosas más milagrosas que una berenjena.

Hay un estilo de cocina, del que me siento muy próximo y que me emociona particularmente que, de un modo consciente o inconsciente, busca explicar ese deslumbramiento de lo nimio. Uniendo conceptos a mí me gusta llamarla cocina mística. Tiene como elemento aglutinador la delicadeza, el equilibrio, la profundidad, la visión poética del ingrediente. Una interrogación nueva y un nuevo desciframiento. Y una intensidad hacia dentro, más espiritual que física, que no busca tanto el espectáculo o la saciedad como la intimidad o la inquietud. Es un poco como comerse preguntas.

Me irrita que se insulte a esa cocina llamándola cocina de producto. Incluso en Bittor Arginzoniz, que prefiere intermediar tan mínimamente entre la materia prima y nuestra boca, es evidente una mirada poética, tan vasca como la de Karmelo Iribarren (gracias, una vez más, Guille por el descubrimiento) que construye una emoción profunda desde la combinación de palabras y sintaxis en las que parece no intervenir: "Toda mi poesía está siempre a un paso de despeñarse hacia la anécdota. Me gusta asumir riesgos".

“El erotismo está dentro de lo sagrado”, dice Cirlot. Las mujeres de las que nos habla recogían hierbas como nos enseñó a hacer Michel Bras, como el loco entre los locos sigue haciendo bajo el roble de Errentería. Eran brujas, lo son. Te miran y te conocen. Te imponen las manos y te sanan. “También entre los pucheros anda el Señor”, decía Teresa de Jesús, doctora de la Iglesia, santa santísima. Mujer.

Creo que me he vuelto a hacer un lío. Voy a llamar a Ricard Camarena.

Cocina femenina




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