Para identificar el lugar del cerebro que se activa con las drogas, utilizaron ratones a los que dieron cocaína y morfina. Después, les observaron con técnicas para medir la actividad de todo el cerebro y vieron que con ambas drogas se incrementaba la actividad en el núcleo accumbens, un grupo de neuronas relacionadas con actividades básicas para la supervivencia como el deseo sexual o el hambre. La cocaína impide que el organismo reabsorba la dopamina y esto intensifica la activación de los circuitos de recompensa. La morfina se une a los receptores opioides, que también pueden liberar dopamina en el núcleo accumbens. En ambos casos, cuantas más veces se administraba la droga, mayor era la actividad neuronal en esta región.
Utilizando técnicas como la optogenética, para activar con luz las neuronas del núcleo acumbens para que reaccionasen como si el ratón hubiese recibido una droga, observaron que perdían el apetito como sucedía con las sustancias adictivas. Con otras tecnologías para seguir la actividad de neuronas individuales pudieron comprobar que, en la mayoría de los casos, se solapaba cuando respondían ante el placer de beber o comer y el de recibir estupefacientes.
Los científicos observaron que algunos circuitos se activaban con el consumo de grandes cantidades de comida y que esta activación incrementaba el consumo de alimentos, en un ejemplo de círculo vicioso. Sin embargo, los investigadores vieron que este mecanismo del hambre estaba autolimitado en el campo de las recompensas naturales y no alcanzaba la amplificación del deseo que acompañaba al consumo de drogas.
Eric Nestler, coautor del estudio, explica que identificar las vías bioquímicas empleadas por las drogas para secuestrar los circuitos de la recompensa permite saber que, “basándose en estos estudios en ratones, la manipulación de estas nuevas vías bloquea los efectos perjudiciales de las drogas y repara, simultáneamente, las respuestas a las recompensas naturales”. “Esto ofrece vías tangibles hacia el desarrollo de nuevos tratamientos para la adicción”, concluye Nestler, director del Instituto Friedman del Cerebro del hospital Monte Sinaí, de Nueva York (EE UU).
No obstante, Nestler reconoce que el mismo solapamiento muestra la dificultad de encontrar nuevas formas de tratar las adicciones, porque el objetivo de estos tratamientos es contrarrestar el efecto de las drogas “sin afectar a la respuesta de la persona a las recompensas naturales”.
Elena Martín, investigadora de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, especialista en adicciones, considera que el estudio incide en cosas que se conocían, pero utiliza una gran cantidad de técnicas novedosas que permiten obtener un conocimiento mucho más preciso. En su opinión, “estos resultados tienen importancia para la comprensión de otras adicciones, como la adicción a la comida”. “Hay investigadores que ponen en duda que la comida pueda provocar adicción, porque es un reforzador natural, pero este solapamiento en la activación de neuronas que vemos entre cocaína, morfina y comida nos llevaría a pensar que la adicción a la comida es posible”, señala Martín.
La adicción es posible, en parte, por la plasticidad del cerebro, su capacidad para adaptarse a nuevas circunstancias y reorganizar nuestras prioridades si es necesario. Estos cambios comienzan incrementando los niveles de dopamina de forma intensa en el núcleo accumbens, pero acaban produciendo cambios más duraderos en la corteza prefrontal, la parte del cerebro que determina la personalidad y la capacidad de controlarse. Hasta hace no mucho, se pensaba que los efectos más graves de los cambios cerebrales provocados por las drogas eran irreversibles, pero trabajos como el de la investigadora Nora Volkow han hecho cambiar esa perspectiva. Ahora, hay tratamientos como la terapia cognitiva conductual, que ofrece herramientas para recuperar el control, se emplean para luchar contra la adicción a la comida o las drogas. El estudio de Nestler y sus colegas muestra las bases biológicas por las que ese tratamiento común puede tener sentido.
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