lunes, 18 de enero de 2021

La demencia senil: un duelo familiar mi hermano la padece

 Una serie de emociones y sentimientos se revoluciona en todos los elementos de la familia, lo que antes era cariño se empieza a transformar en rencor y tensión estresante. Lo que antes era comprensión, diálogo y comunicación se convierte en discusión, intolerancia e irritabilidad. Lo que antes era paz y tranquilidad, ahora es amargura, infelicidad y desesperanza.

Porque la vivencia de la familia allegada y los seres queridos de un paciente diagnosticado de demencia senil es bastante terrible; sobre todo, al principio de la enfermedad.

Es un proceso muy similar a la reacción de duelo; ese conjunto de reacciones anímicas y emocionales que acompañan al ser humano cuando ha de enfrentarse a la muerte y pérdida de un ser querido. Porque cuando la demencia causa estragos en el afectado es una especie de muerte en vida.

Sí, esté ahí y está vivo; pero no es él. «El que era mi padre, mi esposa o mi hermano ya no está ahí; es su cuerpo vivo, es su imagen, pero no es su persona». Ya que ha habido una variación tan radical en su forma de ser y actuar que resulta un extraño en el habitual intercambio afectivo. Generalmente no alcanzamos a entender lo que es realmente esta reacción de duelo hasta que lo experimentamos en propia carne.

De repente, y sin estar preparados, sufrimos un golpe terrible en nuestro alma: el diagnóstico clínico de algo irreversible.

Y a continuación, durante una larga temporada, sentimos una serie de emociones que nos asustan, sorprenden a veces e, indudablemente nos hacen sufrir mucho. Y este dolor supone un trauma psicológico lo suficientemente importante como para cambiarnos la vida.

Las emociones y los sentimientos son la expresión que originamos como respuesta al impacto que nos producen las circunstancias que ocurren en nuestra vida. Y este impacto/expresión es personal, único e irrepetible; cada persona es un mundo y vivencia sus sentimientos de una forma peculiar e individual.

Es un error pensar que no pasa nada, que todo tiene que ser como antes; porque no es cierto. El auténtico duelo produce cambios, a veces trascendentales en nuestra vida. Cambios externos, porque la persona demenciada ya no está con nosotros como antes; pero también muy importantes cambios internos, fruto del sufrimiento y la reflexión consecuente.

La experiencia catastrófica de pérdida genera unos sentimientos dolorosos que perturban nuestra paz y tienden a anular cualquier otro sentimiento positivo. Y esto que sentimos es algo normal. Es lógico (y no patológico) que suframos cuando perdemos a un ser querido. Ni tiene nada que ver con la depresión; al menos con la depresión como trastorno psiquiátrico.

Es cierto que el que atraviesa un duelo está triste y llora; pero no es una depresión lo que padece, es una etapa de duelo. Hay una serie de reacciones sentimentales más o menos comunes a todas las personas que atraviesan un duelo. Y cuando éste no se complica y sigue un curso natural se desarrolla en sucesivas fases o etapas. Puede durar más o menos cada una; y a veces se superponen, pero suelen llevar esta secuencia:

Se retoma la vida y surgen nuevas propuestas. Reanudación de la actividad, establecimiento de nuevas habilidades y roles que llevan a la adaptación de la vida cotidiana a la nueva situación. El pasado no se olvida; queda en la memoria como un buen recuerdo, pero ya sin efecto traumático.

Todas estas etapas suelen darse cuando el duelo lleva un curso adecuado. A veces duran más, a veces menos, a veces se solapan o alteran un poco el orden natural, dependiendo de la persona y la coherencia familiar preexistente. Y sobre todo, es algo natural y normal. Todas estas reacciones, por muy intensas que sean, son normales; no patológicas.

Y lo más importante de todo: cuando tiene lugar una desgracia de este tipo en un ser querido hay que pasar por ellas. Para que el duelo se supere y esté bien elaborado hay que sufrirlas. Alguien comparó el duelo a un túnel por el cual hay que atravesar una zona de oscuridad para poder alcanzar la luz. Los que se detienen o vuelven atrás sólo prolongan las tinieblas. Pena, negación, rabia, culpa… son emociones normales en el proceso del duelo. Y hay que dejar que se expresen y liberen en su justa medida. Sin tragárselas, sin represión. Que salgan al exterior. Son como una mala digestión que es preciso vomitar para quedarse a gusto.

Si no se pudren y enquistan en nuestro interior provocando «malos rollos» psicológicos que antes o después van a distorsionar nuestra existencia. Podemos sentir pena. ¿Lloramos por el afectado o por nosotros mismos al sentirnos desvalidos y abandonados? «¿Qué será ahora de él, que será de mi? Nos viene el temor a que nos pase lo mismo, a la propia demenciación . Nos angustia el futuro «no estoy preparado para esto y acabara conmigo. Podemos sentir culpa. Por creer no estar haciendo lo suficiente o lo correcto, por creer que no se siente el cariño que debería sentir, por sentir a veces odio y malos deseos hacia el familiar con demencia…

Todo es normal y no debemos avergonzarnos. Al contrario: la forma de superar todo eso es la expresión clara y llana de todos esos sentimientos. La expresión sentimental descubre muchas cosas de uno mismo, purga nuestro interior y ayuda a conocernos mejor. Descubre nuestras debilidades, nuestras fortalezas y nuestros límites.

Si todo este conocimiento se aprovecha, nos puede incitar al cambio, dándonos cuenta de que sólo el presente, y no el pasado, se puede cambiar. Y que el futuro dependerá de los cambios que hagamos en este presente para adaptarnos. No queda más remedio que aceptar la realidad de la pérdida: Separar, lo más claramente posible «su demencia de mi cordura. Encajar que el demenciado es quien más ha perdido: la capacidad para razonar, cosa que el cuidador, el familiar aún posee.

Para elaborar y asimilar todo esto, muchas veces es precisa la ayuda y el asesoramiento psicológico para no derrumbarse y quedarse a medio camino. Por ello, tan esencial como los cuidados que debe recibir el enfermo de demencia lo son los apoyos que pueda agenciarse quien ha de llevar la carga cotidiana de su cuidado.




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